29 marzo, 2010

Rey de tréboles


A Karlos no le gusta quejarse. Su depurada puesta en escena siempre deja claro que es un hombre hecho y derecho, sin fisuras. Sobre ante todo la rubia de los ojos cándidos, todo un reto. Sus amigos dudaban de que esta fuera a ser la gran noche. “¿A quién se le ocurre tener tanta mala leche como para montar una fiesta de disfraces?” opinaban entre carcajadas en la cuarta ronda de zuritos antes de comer. Por supuesto, Karlos no se quejó. “¿Esta noche? ¿Y de qué hay que disfrazarse?” le había preguntado a la rubia anfitriona tratando de estar acorde con el entusiasmo. “¿Has leído Alicia en el País de las Maravillas? Yo seré Alicia” dijo ella juguetona. Karlos, casi imperceptiblemente, tragó saliva. Mientras sostenía su mejor sonrisa empezaba a maquinar cómo salir airoso.
“Nada de animales –pensó- ¿Qué tal un naipe? Alguna figura, un Rey. Es perfecto: elegante, con mi capa y mi corona, claro que sí. Seguro que triunfo.”
Desechó disfrazarse de Rey de corazones. “Es demasiado tópico, además en el libro era un calzonazos”. Consideró los diamantes demasiado materialistas y las picas demasiado  violentas. Optó por los tréboles: “La suerte, eso le gusta a todo el mundo”. Sólo dos horas faltaban para la cita y Karlos puso en marcha el dispositivo de búsqueda de un disfraz de Rey de tréboles, Google y unas cuantas llamadas y ya lo tenía reservado. Ducha, concentración frente al espejo y el tiempo justo para recoger el disfraz, tendría que vestirse en la tienda. Al llegar allí, sólo se fijó en que la capa era tan larga y señorial como había imaginado, era más bien un modelo para lucir unas medias que dejaban poco a la imaginación. Ni siquiera apreció que los tréboles no eran negros, sino rojos. Cuando la rubia de los ojos cándidos abrió la puerta, enfundada en un vestidito mínimo, muy lejos de la imagen inocente de la Alicia de las ilustraciones de John Tenniel, sonrió burlona:
-    ¡Qué disfraz tan… original! –Dijo estirando su escueto delantalito blanco.
-    El tuyo es muy… sugerente –La aduló Karlos que acababa de percibir una tan involuntaria como inoportuna respuesta de su anatomía.
-    Pasa, ¡les vas a encantar!
Tras ella, un Sombrerero, bastante más enloquecido de la cuenta, intentaba arrebatarle el reloj a un chico entradito en carnes disfrazado de Liebre de marzo. Rápidamente reparó en que demasiados invitados masculinos habían optado por ser la Reina de corazones. Varias miradas se concentraron en Karlos, que no se atrevía a cruzar el umbral. Un cubano altísimo disfrazado de oruga, se le acercó, melindroso, apartando a unos naipes que tiraban de la cola a un gato de Chesire, y lanzándole el humo de su larga pipa le preguntó:
-    ¿Y quién eres tú, mi amol?
Karlos vivió una de las noches más extrañas de su vida, tan extraña como un trébol rojo. Pero no se quejó ni una sola vez. Al día siguiente, durante la ronda de zuritos, ante la curiosidad de sus amigos:
-    No, ¡qué va! No fui a la fiesta. ¿A quién se le ocurre montar una fiesta de disfraces?

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