01 julio, 2011

Diez de diamantes


-Venga Claire, que luego nos vamos a comer -Leonard pedía paciencia a su mujer después de toda la mañana removiendo el polvo de las reliquias de la familia.
-Aquí no hay nada más que muebles viejos, ¿no te valdría más la pena que lo recojan todo con el derribo?
-Sí… la verdad es que no hay mucho que aprovechar. Pero es que nunca estuve en esta casa y ¡no deja de ser la casa de mi familia! Mañana ya no tendré esta oportunidad.
-Yo me llevaría solo el escudo. Lo podemos poner en la casa, cuando esté hecha, ¿no? ¡No me creo que vayamos a vivir en la Picardie!
-¡Seguro que ya has pensado dónde lo pondrás!
-¿El escudo? Bueno, el rojo y el negro son un poco agresivos, pero ya le encontraremos un rincón…
-Vale -cedió Leonard-, lo descuelgo y nos vamos -Acercó una mesa a la pared y se subió a ella, a lo que la mesa respondió con un preocupante crujido-. ¡Toma, cógelo que esto se rompe!
Al tiempo que Leonard había descolgado el blasón, algo cayó al suelo. Parecía un papel doblado, lo recogió, polvoriento y oscurecido.
-¿Y esto qué es? –Lo desplegó con cuidado-. Es una carta, o algo así…
-Léela -El interés de Claire creció repentinamente.
-“Me llamo Leonard Bethencourt.”-Se interrumpió–. Supongo que es una carta de mi padre, ¿verdad?
-¡Lee, lee…!
-“Hasta hace bien poco, los Bethencourt habíamos conservado un relativo buen nombre, puede que por falta de oportunidades tentadoras. Heredé de mis antecesores la casa en la que me crié y un blasón familiar que debía honrar. Ese blasón, compuesto de diez losanges plata sobre campo de sable*, engalana aún decenas de objetos valiosos que me pertenecieron, estén ahora donde estén.”
-Espera, ¿”losanges plata”? ¡Eso es blanco! Pero si los rombos son rojos… -Siguió leyendo-. “Recuerdo la respuesta de mi abuelo cuando le pregunté para qué servía un blasón, ‘para saber quién es quién debajo de la armadura y los caballeros de honor no se maten entre ellos’. Nuestro blasón se había mantenido imperturbable después de muchas batallas, hasta ahora, cuando yo debo alterarlo.”
Los ojos de Leonard estaban abiertos como naranjas.
-“El gusto por el juego formó también parte de mi herencia, me enseñaron la poética de la lucha entre caballeros sobre una simple mesa. Siempre me fascinó. Me enorgullecía de saber leer el carácter de un oponente a través de sus jugadas, qué ironía. Estos son los escalones de mi vergüenza: el juego y el alcohol alejaron a mi mujer y a mi hijo de mí, y después años de soledad, caí en la perversión de un tramposo. Subestimé el poder de esa baraja endiablada que confundía el color de los palos de la baraja francesa. El rojo en negro y al revés. Me dejé retar por los trucos de ese malnacido sin nombre. En el lance final volteé la carta y era el maldito diez de diamantes negros. Todavía oigo la risa de ese infame al ganar mi casa, la casa de mi familia que yo acababa de apostar. Me atormenta no haber descubierto aún el hechizo.
Como un caballero pagué mi deuda y, aún sin mediar papeles, tomó posesión de mi casa. Me arrojó al camino en plena noche. Dijo: ‘Esos diez diamantes le han dado la vuelta a las cosas, esta casa era tuya y ahora es mía’. Tomó el blasón de mi familia y sentenció entre risotadas: ‘Merecen estar en mi blasón, que será el contrario que el tuyo’. Lo hizo, inventó un infame blasón de diamantes sable sobre plata. Y, para colmo de desfachatez, cambió su nombre por Courtbethen.”
-¡Qué mala leche! -exclamó el hijo del ofendido-. “Nadie más que yo puede entender mi desamparo al ver cómo el tal Courtbethen desmantelaba los vestigios del pasado de mi familia que yo mismo puse en sus manos. Me mortificaba ver cómo se deshacía a peso de cualquier objeto de valor. No supo ganar como un caballero. Y cuando, meses más tarde, el azar puso ante mí un puñal de mi familia en un anticuario de Amiens, no me costó decidir que debía usarlo para matarle.
Courtbethen estaba borracho, sentado en medio del salón vacío. Cuando hundí el puñal en su panza gordinflona no se dio cuenta de que se moría.”
Se detuvo impresionado, pero no levantó la vista de la carta.
-“Su sangre tiñó de rojo los losanges blancos de la empuñadura y ese es el único residuo que de él debe perdurar, el blasón de losanges gules sobre campo sable que presidirá ahora el salón de la casa Bethencourt. Esa será la huella de haber manchado de sangre el honor de mi escudo.”
Un silencio denso palpitó en la sala mientras las motas de polvo suspendidas en el aire seguían su camino errante.
-¿Tu padre…? –logró, al fin, balbucear Claire.
-Vamos a comer -dijo agarrando el blasón con una mano y el brazo de su mujer con la otra.
-¿…Saber que tu padre, además de alcohólico, era una asesino no te quita el hambre?
Y Leonard Bethencout, hijo, miró a su mujer con un aplomo desconocido en él y dijo:
-Pues no, Claire, de hecho tengo más hambre que nunca.

* En heráldica los losanges son rombos; el sable es el color negro; el plata, el blanco; y el gules, el rojo.

2 comentarios:

  1. Me gusta mucho, creo que es el mejor de los que tenemos
    para la publicación, hay que ilustrarlo...

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